- Tabla de Contenidos
- CAP. I: Se plantea la cuestión: ¿Estuvo San Pedro en Roma y murió allí como obispo?
- CAP. II: Que Pedro estuvo en Roma.
- CAP. III: Que San Pedro murió en Roma.
- CAP. IV: Que Pedro fue obispo en Roma hasta su muerte.
- CAP. V: Se resuelve el primer argumento de los herejes.
- CAP. VI: Se resuelve el segundo argumento.
- CAP. VII: Se resuelven otros cinco argumentos
- CAP. VIII: Se responden otros ocho argumentos.
- CAP. IX: Se responde al argumento decimosexto.
- CAP. X: Se responde al argumento decimoséptimo.
- CAP. XI: Se responde al último argumento.
- CAP. XII: Se demuestra que el Pontífice Romano sucede a Pedro en la monarquía eclesiástica por derecho divino y razón de sucesión.
- CAP. XIII: Se prueba lo mismo a partir de los Concilios.
- CAP. XIV: Lo mismo se prueba con los testimonios de los sumos pontífices.
- CAP. XV: Lo mismo se prueba con los Padres Griegos.
- CAP. XVI: Lo mismo se prueba con los Padres Latinos.
- CAP. XVII: Lo mismo se prueba a partir del origen y la antigüedad del primado.
- CAP. XVIII: Lo mismo se prueba a partir de la autoridad que ha ejercido el Pontífice Romano sobre otros Obispos.
- CAP. XIX: Lo mismo se prueba a partir de las leyes, dispensas y censuras.
- CAP. XX: Lo mismo se prueba a partir de los vicarios del Papa.
- CAP. XXI: Lo mismo se prueba por el derecho de apelación.
- CAP. XXII: Refutación de los argumentos de Nilo sobre el derecho de apelación.
- CAP. XXIII: Refutación del primer argumento de los luteranos.
- CAP. XXIV: Se resuelven otros tres argumentos.
- CAP. XXV: Se resuelve el último argumento.
- CAP. XXVI: Lo mismo se prueba por el hecho de que el Sumo Pontífice no es juzgado por nadie.
- CAP. XXVII: Respuesta a los argumentos de Nilo.
- CAP. XXVIII: Se responden las objeciones de Calvino.
- CAP. XXIX: Se responden otros nueve argumentos.
- CAP. XXX: Se resuelve el último argumento y se trata la cuestión: ¿Puede ser depuesto un Papa herético?
- CAP. XXXI: Lo mismo se prueba a partir de los títulos que suelen atribuirse al Pontífice Romano.
- PREFACIO
CAP. XXIV: Refutación de los argumentos de Calvino e Ilírico, quienes intentan probar que el Papa ya no es Obispo; donde también se refuta la fábula sobre el Papa Juana, la mujer.
Queda lo que propusimos en último lugar: mostrar que el Pontífice Romano no solo no es el Anticristo, sino que tampoco ha perdido de ningún otro modo su pontificado. Ya que Calvino e Ilírico, aquel con argumentos, este con alguna conjetura, intentan probar que en este tiempo no es un verdadero Obispo.
Y para comenzar con Calvino, así habla en sus Instituciones, libro 4, capítulo 7, §23 y 24:
"Pero quisiera saber qué tiene en absoluto de episcopal el mismo Pontífice: lo primero en el oficio de un obispo es enseñar al pueblo de Dios con la palabra; lo segundo y próximo a esto, es administrar los sacramentos; lo tercero, advertir y exhortar, corregir también a los que pecan, y mantener al pueblo en la santa disciplina. ¿Cuál de estas cosas hace? O más bien, ¿qué simula hacer? Que digan, entonces, con qué razón quieren que sea considerado obispo, quien ni siquiera con el más mínimo esfuerzo toca alguna parte de su oficio, ni siquiera en apariencia. No es lo mismo en el caso del obispo que en el del rey. Pues, aunque este último no cumpla lo que es propio de un rey, sin embargo, retiene el honor y el título. Pero al juzgar a un obispo, se tiene en cuenta el mandato de Cristo, que siempre debe prevalecer en la Iglesia; por lo tanto, los romanenses deben resolverme este enigma: niego que su Pontífice sea el Príncipe de los Obispos, ya que no es obispo." Esto dice él.
Si no me equivoco, toda esta argumentación puede reducirse a este breve silogismo. Ya que hay esta diferencia entre un obispo y un rey: que el rey es un nombre de poder y de gobierno, al cual está unido solo el oficio de administrar la palabra de Dios y los sacramentos. Ciertamente, si ni el rey ni el obispo cumplen con su oficio, el rey retendrá su nombre y dignidad, pero el obispo los perderá. Sin embargo, el Pontífice Romano no ejerce ni siquiera en apariencia el oficio episcopal, pues no administra ni la palabra ni los sacramentos al pueblo. Por tanto, el Pontífice Romano ha perdido su nombre y dignidad, y de hecho no puede ser llamado obispo.
Por otro lado, los Magdeburgenses, en la Centuria 9, capítulo 20, columna 500, intentan confirmar esto mismo por conjetura y signo. Dicen que una señal evidente de la transformación de la Iglesia Romana en la ramera babilónica fue que Dios quiso que en los tiempos en que ocurrió esta transformación, una verdadera mujer prostituta se sentara en la sede pontificia; a la cual, de hecho, se le llamó el Papa Juan VIII.
Esto lo prueban: PRIMERO, por los autores, Platina, Martín Polono, Sigeberto y Mariano Escoto.
SEGUNDO, por las huellas de ese hecho que han perdurado hasta nuestros tiempos, es decir, por una cierta sede de pórfido perforada en su interior, que se mantenía en el Palacio de San Juan de Letrán, cuyo uso dicen que fue instituido después de que se descubriera ese escándalo, para verificar si el Pontífice recién creado era hombre o no. ADEMÁS, por una estatua de una mujer con un niño, que perduró hasta nuestros tiempos en el lugar donde se dice que Juan VIII dio a luz. FINALMENTE, porque los Pontífices Romanos, cuando van del Vaticano al Laterano, suelen evitar ese lugar donde se dice que esa mujer dio a luz, en señal de detestación del hecho; de lo contrario, esa es la vía directa. Pero no es difícil resolver estos enigmas.
Y para responder primero a Calvino, o bien Calvino habla del significado del nombre, o bien de la cosa en sí, cuando dice que obispo es un nombre de oficio y rey es un nombre de dignidad. Si habla del significado del nombre, está claramente equivocado, ya que así como epíscopo se dice de ἐπισκοπεῖν (episkopein), es decir, de considerar o inspeccionar, y denota el oficio de supervisar; también rey se dice de gobernar, y denota el oficio de regir. Y así como el rey es un nombre de magistrado, también epíscopo (obispo), incluso entre los paganos, era un nombre de magistrado, como se puede ver en Aristófanes en Las aves. Y lo que es más importante, el mismo nombre de pastor, en las Escrituras divinas, se atribuye tanto al obispo como al rey; como se ve en Efesios 4 e Isaías 44.
Pero si habla de la cosa en sí, también se equivoca. Pues, así como la autoridad real no es simplemente un oficio de juzgar, como es el caso de otros jueces, sino un verdadero gobierno en asuntos políticos, es decir, el poder de gobernar a los hombres sujetos a él, mediante mandatos y castigos; igualmente, el episcopado no es simplemente el oficio de predicar, como lo es para muchos otros que predican y no son pastores, sino un verdadero gobierno eclesiástico, es decir, el poder de gobernar a los hombres en asuntos espirituales y divinos; y por lo tanto, de mandar y castigar. Sobre este tema hemos hablado mucho anteriormente, y hablaremos más en el próximo libro; por ahora, basta con haber anotado algunos lugares claros. El apóstol Pablo, en 1 Corintios 11, dice: "Lo demás lo pondré en orden cuando venga". Y en 2 Corintios 13: "Para que no sea más severo cuando esté presente, conforme al poder que el Señor me ha dado". Y en Hebreos 13: "Obedeced a vuestros superiores, y someteos a ellos". Y en 1 Timoteo 5: "No recibas acusación contra un presbítero, a menos que sea con dos o tres testigos".
Añade también a esto que es falso que los Pontífices no desempeñen el oficio episcopal. Pues no están obligados a predicar y administrar los sacramentos personalmente, si alguna causa justa los impide; pero es suficiente que se aseguren de que otros lleven a cabo todas estas funciones. De lo contrario, los obispos estarían obligados a lo imposible. No hay obispo tan pequeño que pueda bastar por sí solo para predicar y administrar los sacramentos en toda su diócesis. Así como es suficiente que, en el lugar donde no puede hacerlo personalmente, otro predique en su lugar, del mismo modo es suficiente que, en todo lugar, otros prediquen por él, cuando él no puede hacerlo en ninguno. No faltan ejemplos de la antigüedad. Pues POSSIDIO escribe en la vida del beato Agustín que el santo obispo Valerio de Hipona confió a su presbítero Agustín el oficio de predicar, porque él, siendo griego, no podía predicar al pueblo latino. Y en ese mismo lugar, Possidio relata que en la Iglesia oriental, varios obispos solían encomendar a sus presbíteros el oficio de predicar, ya que ellos mismos no podían llevarlo a cabo personalmente; y sin embargo, no podemos decir que el santo Valerio, o aquellos que no predicaban personalmente la palabra de Dios, no fueran obispos.
Sobre el argumento de los Magdeburgenses, digo: esa historia sobre el Papa Juana es una fábula, la cual Onofrio refuta con suficiente precisión en su adición a Platina. Primero, se prueba claramente que es una fábula a partir de los testimonios de los escritores griegos y latinos. El primero de todos, que pudo haber escrito sobre este asunto y que conocía muy bien los hechos, fue Anastasio el Bibliotecario, quien vivió en la misma época en la que se supone que el mencionado Juan VIII ejerció el pontificado, es decir, alrededor del año 850. Y estuvo presente en la creación de muchos Pontífices, que precedieron o siguieron a este Juan. Anastasio escribe que, después de León IV, la sede quedó vacante durante quince días, y luego, por consenso común, se eligió a Benedicto III. Con estas palabras, indica que no hubo ningún Juan femenino. Pues todos los que admiten la existencia de este Juan dicen que ocupó la sede después de León IV y antes de Benedicto III, y que vivió en el pontificado dos años y cinco meses.
Tal vez dirán que Anastasio omitió a ese Juan VIII por deferencia hacia los Pontífices. Al contrario, al menos debería haber dicho que la sede quedó vacante después de León IV durante dos años y medio, para no admitir un error evidente en la cronología, un error que podría haber sido refutado por testigos presenciales que vivían en ese momento. Responden que no hay error en la cronología, ya que esos dos años de Juan se suman a los años de León IV. Pues Anastasio dice que León IV estuvo en la sede durante ocho años, los cuales deben tomarse de manera que seis años correspondan a León y los otros dos se agreguen de los años de Juan la mujer.
Al contrario; pues no solo Anastasio, sino también Martín Polono, Platina, los Magdeburgenses, Bibliander y otros que afirman que Juan VIII ocupó la sede durante dos años, le asignan a León ocho años. Por lo tanto, necesariamente habría un error en la cronología de Anastasio, si se considera que este Juan fue Pontífice después de León. Además, no solo Anastasio, sino también Ado, obispo de Vienne, quien vivió en la misma época y de quien no se sospecha que haya querido mentir en favor de los Pontífices, enseña que no hubo ningún Juan entre León IV y Benedicto III. Pues así habla en su crónica del año 865: "El Pontífice Romano Gregorio muere, y en su lugar es ordenado Sergio. A su muerte, le sucede León. Y, fallecido este, Benedicto es sustituido en la sede apostólica". Y de la misma manera hablan Reginón, Lamberto, Hermannus Contractus, el abad Urspergensis, Otón de Frisinga y todos los demás historiadores, quienes son muchos, hasta Martín Polono, quien fue cuatrocientos años posterior a ese ficticio Juan VIII y el primero en mencionar a este Juan VIII en contra de la fe de todos los antiguos. De él tomaron la historia Platina y otros autores más recientes.
No solo los latinos, sino también los griegos que escribieron antes de Martín Polono, como Zonaras, Cedrenus, Juan Curopalates y otros, no hacen mención alguna de esta tan prodigiosa historia entre los eventos de esa época. Y sin embargo, ellos no eran partidarios del Pontífice Romano, y con gusto habrían aprovechado la ocasión para ridiculizar a los latinos en este asunto, si hubieran podido. ¿Cómo puede creerse, entonces, que Martín Polono, que vivió en el año 1250, conocía mejor los hechos ocurridos alrededor del año 850 que todos los demás historiadores que vivieron en el año 800, 900 o 1000?
Y lo que dicen los Magdeburgenses, que Sigeberto y Mariano Escoto, anteriores a Martín Polono, mencionaron en sus crónicas a Juan la mujer: es falso. Pues aunque en las ediciones impresas de Sigeberto y Mariano Escoto se encuentra a Juan la mujer, en los manuscritos más antiguos no se encuentra; y está suficientemente claro que esos autores fueron corrompidos. Todavía existe en el monasterio de Gembloux, donde fue monje Sigeberto, un ejemplar manuscrito antiquísimo, que se cree es el autógrafo del propio Sigeberto, y en él no se hace ninguna mención de Juan la mujer. Este manuscrito ha sido visto por Juan Molano, doctor de Lovaina, quien aún vive. De manera similar, en los ejemplares más antiguos de Mariano Escoto, no aparece Juan la mujer, como lo testifica quien publicó Metropolis de Alberto Krantz, en el año 1574, en Colonia.
Luego, en segundo lugar, se prueba que la narración de Martín sobre la mujer papa, Juana, es una fábula, a partir de la misma narración. Primero, porque dice que ese Juan era anglosajón de Maguncia. Pero Maguncia no está en Inglaterra, sino en Alemania. Y para corregir este error, los demás se contradicen de manera asombrosa. Pues Platina dice que este Juan era anglosajón, pero originario de Maguncia. Los Magdeburgenses, por el contrario, dicen que era de Maguncia, pero originario de Inglaterra. Sin embargo, Teodoro Bibliander, en su Crónica, dice que no nació ni era originario de Inglaterra, pero que fue educado e instruido en Inglaterra.
En segundo lugar, Martín dice, y quienes lo siguen, que dedicó su tiempo a los estudios en Atenas. Pero es sabido que en ese tiempo no había ni en Atenas ni en ninguna otra parte de Grecia ningún gimnasio literario. Pues Sinesio escribe en su última carta a su hermano que, en su tiempo, no quedaba en Atenas más que el nombre de la Academia. Y Sinesio vivió poco después de los tiempos de Basilio y Gregorio Nacianceno. También escriben Cedreno y Zonaras en la vida de los emperadores Miguel y Teodora que, hacia el final del reinado de Miguel, cuando este reinaba solo, tras haber apartado a su madre Teodora, fueron restauradas las escuelas de buenas letras y de filosofía por el césar Barda, ya que hasta ese momento, durante muchos años, habían estado completamente extinguidos todos los estudios de sabiduría en Grecia, hasta el punto de que no quedaba rastro alguno de ellos. Pero es sabido que el reinado de Miguel solo, después de que Teodora fue apartada, coincidió con el tiempo de Nicolás I, quien sucedió a Benedicto III, quien, según ellos, sucedió a Juan VIII, la mujer papa. Incluso todas las cronologías, e incluso el mismo Bibliander, sitúan el inicio del reinado de Miguel solo en el año 856 d.C., y el pontificado de la mujer papa en el año 854 d.C. Por lo que se deduce que, después de la muerte de esta supuesta Juana, los estudios de sabiduría comenzaron a revivir en Grecia.
En tercer lugar, los Magdeburgenses dicen que ese Juan VIII dio a luz durante un viaje, cuando quería ir del Vaticano a visitar la iglesia de Letrán. Pero es absolutamente cierto, como demuestra Onofrio en su libro sobre las siete iglesias, que los Pontífices Romanos no residían en el Vaticano, sino en el Palacio de Letrán, hasta los tiempos de Bonifacio IX, es decir, hasta el año 1390 d.C. ¿Cómo es posible entonces que, si residía en Letrán, quisiera ir a visitar Letrán desde el Vaticano? Ciertamente, si alguien escribiera ahora que el Papa fue de Letrán a visitar la iglesia del Vaticano, sería ridículo, ya que todos saben que el Papa reside en el Vaticano.
Cuarto, Martín, y todos los demás, dicen que esa mujer Juan dio a luz en una procesión solemne y pública. Pero ciertamente no tiene ninguna probabilidad que una mujer que llevaba meses de embarazo haya querido participar en la procesión precisamente cuando era más probable que su condición se descubriera.
En tercer lugar, esto mismo se prueba con la carta del gravísimo pontífice León IX a Miguel, obispo de Constantinopla, en el capítulo 23, donde el Papa León escribe que es una creencia constante que en el patriarcado de Constantinopla muchos eunucos ocuparon la sede, y que entre ellos incluso una mujer llegó a ser patriarca. Ciertamente, León IX nunca habría reprochado esto a los griegos si algo similar hubiera sucedido poco antes en la sede romana. Es más, quizás de aquí nació la fábula de Juana la mujer papa. Pues, cuando circulaba el rumor de que una mujer había sido papa en Constantinopla, y luego, poco a poco, se omitió el nombre de Constantinopla, quedó la fama y la opinión de que una mujer había sido papa, y papa universal. Algunos comenzaron a decir, por odio a la Iglesia Romana, que esa mujer fue Pontífice Romano. Y es verosímil que esta fama surgiera alrededor de los tiempos del propio Martín. Ciertamente, Martín Polono, quien fue el primero en escribir sobre esto, no cita ningún autor, sino que solo dice "se dice". Por lo tanto, todo lo obtuvo de un rumor incierto.
No debería sorprender que alguien haya inventado esta fábula por odio a la Iglesia Romana, basándose en esa creencia de una mujer papa y en las grandes disputas que había en ese tiempo entre los imperiales y los pontificios. Pues incluso ahora vemos que los Magdeburgenses inventan cosas aún más increíbles. Pues, aunque Martín solo escribió que esta mujer era anglosajona de Maguncia y no añadió nada sobre sus padres o su nombre propio ni sobre otras cosas, los Magdeburgenses añadieron que el padre de esta mujer era un sacerdote anglosajón y que ella fue llamada al principio Gilberta, criada bajo el hábito masculino en el monasterio de Fulda y que escribió libros de magia. Todo lo cual son puras invenciones sin testigo ni razón alguna que las justifique.
Además, ese Martín Polono parece haber sido un hombre muy simple. Pues escribe otras muchas fábulas, como si fueran historias totalmente fiables.
Lo que objetan sobre la silla perforada, la estatua de la mujer y la desviación del camino se puede resolver fácilmente. Pues, como consta en el libro 1 de las Ceremonias Sagradas, sección 2, había tres sillas de piedra en la Basílica de Letrán, en las que el nuevo Pontífice se sentaba en el momento de su coronación. La primera silla estaba ante la entrada del templo, y era humilde y modesta; a esta silla era conducido primero el nuevo Pontífice, y se sentaba en ella un poco, para que mediante esta ceremonia se significara que ascendía de un lugar humilde al más alto. Entonces lo elevaban y cantaban el pasaje de 1 Reyes 2: "Levanta del polvo al pobre, y alza del estiércol al necesitado, para hacerlo sentar con príncipes y heredar un trono de gloria". Y esta es la causa de que esa silla fuera llamada "silla del estiércol". La segunda silla era de pórfido, en el mismo palacio, y allí se sentaba por segunda vez, en señal de posesión, y allí, sentado, recibía las llaves de la iglesia del palacio de Letrán. La tercera silla era similar a la segunda, no lejos de ella; y después de sentarse un poco en esa silla, entregaba esas mismas llaves a quien antes se las había dado; tal vez para ser recordado mediante esta ceremonia de la muerte, por la cual en breve habría de ceder ese poder a otro. Sobre la silla para explorar el sexo, no hay ninguna mención en ningún lugar.
En cuanto a la estatua de la mujer con el niño, sin duda no era de Juan la mujer papa. Pues si los adversarios dicen que los antiguos historiadores no quisieron incluir la memoria de esta mujer en los libros para agradar al Papa, ¿cómo es verosímil que los propios Pontífices quisieran dejar tal memoria en una estatua? Además, si la estatua fuera de ese Juan, habría representado a una mujer con un recién nacido en brazos. Pero esa imagen no representaba a una mujer, ni llevaba a un bebé en su regazo, sino que representaba a un niño ya bastante mayor y de varios años, como si fuera un sirviente precediendo a su amo. Por lo tanto, algunos conjeturan que esa estatua era de algún sacerdote pagano, preparado para sacrificar, al que precedía su sirviente. Finalmente, la razón por la cual los Pontífices evitan ese camino más corto cuando se dirigen al Letrán no es por la detestación de algún crimen, sino porque ese camino es estrecho y sinuoso, y por lo tanto incómodo para el séquito pontificio, que siempre suele ser muy numeroso. Además, como testifica Onofrio, no faltan Pontífices que en más de una ocasión han tomado ese mismo camino.
LIBRO CUARTO, Sobre el poder del Pontífice Romano en causas espirituales. CAP. I: Que el Papa es el juez supremo en la decisión de controversias sobre la fe y las costumbres.
Hemos demostrado hasta ahora, según la modestia de nuestro entendimiento, que el Obispo de Roma ha sido instituido por Cristo como Pastor supremo de toda la Iglesia Católica, y que nunca se ha degenerado en el Anticristo ni ha perdido de alguna otra manera esta dignidad suprema. Ahora es necesario hablar de su poder, tanto espiritual como temporal; y sobre el poder espiritual hablaremos en este cuarto libro; sobre el poder temporal, lo haremos en el siguiente, el quinto, que también será el último, con la ayuda de Dios.
En cuanto al poder espiritual del Pontífice, aunque se podrían tratar muchos temas en particular, hay, sin embargo, cuatro cuestiones principales: PRIMERO, sobre el poder de juzgar controversias de fe y costumbres; si, de hecho, ese poder reside en el Sumo Pontífice: SEGUNDO, sobre la certeza, o, por decirlo así, la infalibilidad de este juicio; si el Sumo Pontífice puede errar al juzgar controversias de fe y costumbres: TERCERO, sobre el poder coercitivo de promulgar leyes; si el Sumo Pontífice no solo puede juzgar, y no errar en sus juicios, sino también puede promulgar leyes que obliguen a los hombres en conciencia y les impongan creer o actuar según el juicio del Sumo Pontífice: CUARTO, sobre la comunicación de este poder; si la jurisdicción de todos los demás prelados eclesiásticos ha sido comunicada a ellos por el Sumo Pontífice o si la recibieron directamente de Dios.
Además de estas cuestiones generales, suelen tratarse otras cuestiones particulares, como si el Sumo Pontífice puede convocar, transferir o disolver concilios generales; si puede conceder indulgencias; si puede canonizar santos; si puede aprobar o desaprobar órdenes religiosas; si puede elegir o, al menos, confirmar obispos. Pero todas estas cuestiones, y otras de esta índole, no son propias de este lugar. La PRIMERA se refiere a la disputa sobre los concilios; la SEGUNDA a la disputa sobre la penitencia; la TERCERA a la disputa sobre el culto a los santos; la CUARTA a la disputa sobre los votos y las instituciones de los monjes; la QUINTA a la disputa sobre los clérigos. Trataremos estas cuestiones, con la ayuda de Dios, en sus lugares correspondientes.
Sin embargo, la primera cuestión general sobre el juez de controversias no nos detendrá mucho tiempo en este lugar. Porque ya demostramos en la disputa sobre la palabra de Dios que el juez de controversias no es la Escritura, ni los príncipes seculares, ni personas privadas, aunque sean probas y doctas; sino los prelados eclesiásticos. En la disputa sobre los concilios, demostramos que tanto los concilios generales como los particulares tienen el poder de juzgar sobre las controversias religiosas; pero ese juicio solo es firme y válido cuando cuenta con la confirmación del Sumo Pontífice: por lo tanto, el último juicio pertenece al Sumo Pontífice.
Además, en esta misma disputa sobre el Pontífice, cuando demostramos que el Sumo Pontífice es la cabeza y el pastor de toda la Iglesia, ¿qué otra cosa demostramos sino que él es el juez supremo en la Iglesia? O bien no debe haber juez alguno entre los hombres, o bien debe ser aquel que está por encima de los demás. Tampoco creo que esto haya sido jamás puesto en duda.
Finalmente, esto se hará aún más claro en la siguiente cuestión. Porque si podemos demostrar que el juicio del Sumo Pontífice es cierto e infalible, sin duda también quedará claro que el Pontífice es el juez supremo de la Iglesia. Pues ¿para qué le habría atribuido Dios la infalibilidad del juicio a la sede apostólica si no le hubiese atribuido a la misma sede la potestad suprema en los juicios? Sin embargo, para no decir absolutamente nada en este lugar, traigamos a colación, si les parece, algunos testimonios breves de la ley, del Evangelio y de los Padres.
En Deuteronomio 17 se encuentra un testimonio clarísimo, en el que se refiere que las dudas sobre religión deben ser llevadas al Sumo Pontífice para que las juzgue: "Si vieres que el juicio es difícil y ambiguo", dice Moisés, "entre una causa y otra, entre lepra y lepra, y vieres que las palabras de los jueces dentro de tus puertas son variadas: Levántate y sube al lugar que el Señor, tu Dios, haya elegido, y acudirás al sacerdote de la estirpe levítica y al juez que esté en esos tiempos, y les preguntarás, y ellos te declararán la verdad del juicio, y harás todo lo que ellos te digan quienes presiden el lugar que el Señor haya elegido". En este pasaje, es necesario observar que se distinguen dos personas: la del sacerdote y la del juez; es decir, el Pontífice y el príncipe; y al sacerdote se le encomienda la pronunciación de la sentencia, y al juez político la ejecución. Esto se explica en las siguientes palabras: "Aquel que se enorgullezca y se niegue a obedecer la orden del sacerdote, que en ese tiempo ministra al Señor tu Dios, por la sentencia del juez, morirá".
En el Evangelio no se puede decir nada más claro que lo que el Señor dice a Pedro en presencia de los demás apóstoles: "Simón, hijo de Juan, apacienta mis ovejas". Pues solo le habla a Pedro y le entrega el cuidado de todas sus ovejas, de tal modo que ni siquiera excluye a los apóstoles. No cabe duda de que uno de los deberes del pastor es discernir entre los buenos pastos y los malos.
Por esta razón, San Jerónimo, hombre muy docto, en la cuestión de las tres hipóstasis, sin confiar en su propio conocimiento ni en la opinión de los obispos orientales, ni siquiera en la autoridad de su propio obispo Paulino, Patriarca de Antioquía, escribe al Papa Dámaso: "Del pastor, exijo defensa para la oveja. Distingue, si te place, no temeré decir tres hipóstasis si tú lo ordenas".
Teodoreto, también uno de los Padres griegos más eruditos, escribe al Papa León I con estas palabras: "Si Pablo, predicador de la verdad y trompeta del Espíritu Santo, corrió hacia el gran Pedro para llevar a aquellos que discutían en Antioquía sobre las leyes la solución de la misma, con mucha más razón nosotros, que somos insignificantes y pequeños, corremos hacia vuestra sede apostólica para que recibamos de vosotros la medicina para las llagas de las Iglesias".
Prospero, en su crónica del año 420, dice: "En el Concilio de Cartago, celebrado por doscientos dieciséis obispos, se enviaron los decretos sinodales al Papa Zósimo; y, tras ser aprobados, por todo el mundo fue condenada la herejía pelagiana". Así lo dice. Por lo tanto, todo el mundo reconoce que el último juicio no está en otro lugar sino en la sentencia del Papa de Roma.
San Gregorio, que fue considerado el más humilde de todos, y que nunca se arrogó nada más allá de lo justo, en una carta a todos los obispos de Francia, que es la número 52 del libro 4, dice lo siguiente: "Si surgiera algún conflicto, que Dios lo permita, relacionado con la fe, o surgiera algún asunto cuya duda sea tan vehemente que, por su magnitud, requiera el juicio de la sede apostólica, habiendo examinado la verdad con mayor diligencia, esfuércense por llevarnos la noticia, para que nosotros podamos pronunciar, sin duda, la sentencia adecuada".
Lo mismo afirmaron explícitamente, tanto antes de Gregorio como después de él, los santísimos pontífices, y nunca hemos leído que fueran reprendidos por nadie. Ve a Inocencio I en su carta al Concilio de Cartago, a León I en su carta a Anastasio de Tesalónica, a Gelasio I en su carta a los obispos de Dardania, a Nicolás I en su carta al emperador Miguel, y a Inocencio III en su carta al obispo de Arlés. De aquí surge el capítulo "Mayores" en el decreto sobre el Bautismo y su efecto.