- Tabla de Contenidos
- CAP. I: Se plantea la cuestión: ¿Estuvo San Pedro en Roma y murió allí como obispo?
- CAP. II: Que Pedro estuvo en Roma.
- CAP. III: Que San Pedro murió en Roma.
- CAP. IV: Que Pedro fue obispo en Roma hasta su muerte.
- CAP. V: Se resuelve el primer argumento de los herejes.
- CAP. VI: Se resuelve el segundo argumento.
- CAP. VII: Se resuelven otros cinco argumentos
- CAP. VIII: Se responden otros ocho argumentos.
- CAP. IX: Se responde al argumento decimosexto.
- CAP. X: Se responde al argumento decimoséptimo.
- CAP. XI: Se responde al último argumento.
- CAP. XII: Se demuestra que el Pontífice Romano sucede a Pedro en la monarquía eclesiástica por derecho divino y razón de sucesión.
- CAP. XIII: Se prueba lo mismo a partir de los Concilios.
- CAP. XIV: Lo mismo se prueba con los testimonios de los sumos pontífices.
- CAP. XV: Lo mismo se prueba con los Padres Griegos.
- CAP. XVI: Lo mismo se prueba con los Padres Latinos.
- CAP. XVII: Lo mismo se prueba a partir del origen y la antigüedad del primado.
- CAP. XVIII: Lo mismo se prueba a partir de la autoridad que ha ejercido el Pontífice Romano sobre otros Obispos.
- CAP. XIX: Lo mismo se prueba a partir de las leyes, dispensas y censuras.
- CAP. XX: Lo mismo se prueba a partir de los vicarios del Papa.
- CAP. XXI: Lo mismo se prueba por el derecho de apelación.
- CAP. XXII: Refutación de los argumentos de Nilo sobre el derecho de apelación.
- CAP. XXIII: Refutación del primer argumento de los luteranos.
- CAP. XXIV: Se resuelven otros tres argumentos.
- CAP. XXV: Se resuelve el último argumento.
- CAP. XXVI: Lo mismo se prueba por el hecho de que el Sumo Pontífice no es juzgado por nadie.
- CAP. XXVII: Respuesta a los argumentos de Nilo.
- CAP. XXVIII: Se responden las objeciones de Calvino.
- CAP. XXIX: Se responden otros nueve argumentos.
- CAP. XXX: Se resuelve el último argumento y se trata la cuestión: ¿Puede ser depuesto un Papa herético?
- CAP. XXXI: Lo mismo se prueba a partir de los títulos que suelen atribuirse al Pontífice Romano.
- PREFACIO
CAP. XV: Se plantea la cuestión de si el Sumo Pontífice tiene jurisdicción verdaderamente coercitiva, de tal modo que pueda promulgar leyes que obliguen en conciencia, y juzgar y castigar a los transgresores.
Hemos demostrado hasta ahora que el Sumo Pontífice es juez de las controversias que surgen en la Iglesia, y que su juicio es cierto e infalible. Ahora sigue la TERCERA cuestión: a saber, si el Sumo Pontífice puede obligar a los fieles a creer o hacer lo que él haya juzgado. Lo mismo, guardando la debida proporción, se entiende de los demás obispos. Pero antes de que pasemos a nuestras razones o las de los adversarios, será conveniente anotar brevemente algunas cosas sobre el estado mismo de la cuestión y la opinión de los adversarios.
Por lo tanto, lo PRIMERO que debe anotarse es que no estamos hablando del Pontífice en cuanto es un príncipe temporal de alguna provincia particular. Pues de este modo es cierto que puede promulgar leyes para sus súbditos y también castigarlos con la espada. Ni los herejes niegan esto, ya que admiten que el Pontífice es un príncipe temporal, aunque niegan que le convenga ejercer tal principado, de lo cual trataremos en el libro siguiente. Así que ahora tratamos solo del Pontífice en cuanto es el Pontífice de toda la Iglesia Católica. Y nos preguntamos si él tiene verdadero poder sobre todos los fieles en asuntos espirituales, como lo tienen los reyes en asuntos temporales, de modo que así como aquellos pueden promulgar leyes civiles y castigar a los transgresores con penas temporales, así también el Pontífice pueda promulgar leyes eclesiásticas que verdaderamente obliguen en conciencia, y pueda castigar a los transgresores al menos con penas espirituales, como la excomunión, la suspensión, el entredicho, la irregularidad, etc. Porque acerca del poder temporal o civil, que ya sea directa o indirectamente le convenga al Pontífice como tal, lo discutiremos en el libro siguiente. Ahora nos disponemos a debatir solamente sobre el poder espiritual o eclesiástico, cuyo fin es la vida eterna.
En SEGUNDO lugar, es necesario anotar que solo estamos preguntando sobre las leyes justas. Pues las leyes injustas no se pueden llamar propiamente leyes, como enseña Agustín en el libro 1 de "De libero arbitrio", capítulo 5. Para que una ley sea justa, se requieren cuatro condiciones. PRIMERO, por parte del fin, que esté ordenada al bien común; pues así como el rey se distingue del tirano, según Aristóteles en el libro 8 de "Ética", capítulo 10, en que el primero busca la utilidad común y el segundo la privada, así también se distingue la ley justa de la tiránica. SEGUNDO, por parte del agente, que sea promulgada por quien tiene autoridad; pues nadie puede imponer una ley a quien no es su súbdito. TERCERO, por parte de la materia, que no se prohíba la virtud ni se prescriba el vicio. CUARTO, por parte de la forma, que se constituya y promulgue la ley de manera debida y ordenada, es decir, que la ley respete la proporción en la distribución de honores y la imposición de cargas, en relación con el lugar que los súbditos ocupan en el orden a la república.
Pues si el Pontífice ordenara que en Cuaresma ayunaran por igual los niños y los hombres maduros, los fuertes y los débiles, los sanos y los enfermos, la ley sería injusta; igualmente, si decretara que solo los ricos y nobles fueran admitidos al episcopado, y no los pobres e ignobles, aunque fueran más doctos y mejores, absolutamente sería injusta, aunque en algún lugar o en algún momento, por alguna circunstancia, pudiera ser justa. Aunque una ley injusta no sea ley y no obligue en conciencia por su propia naturaleza, es necesario distinguir entre las leyes. Pues las leyes injustas por razón de la materia, es decir, las que son contrarias al derecho divino, ya sea natural o positivo, no solo no obligan, sino que tampoco deben observarse en modo alguno, según aquello de
Hechos 5:29: Obedire oportet magis Deo quam hominibus ("Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres"). Esto también lo enseñan Jerónimo en el capítulo 6 a los Efesios, Agustín en el Salmo 124 y en el sermón 6 sobre las palabras del Señor, y Bernardo en su libro "De praecepto et dispensatione". Pero las leyes que son injustas por parte del fin, del autor o incluso de la forma o modo, deben ser observadas cuando el no hacerlo ocasionaría escándalo. Y esto puede deducirse de aquel pasaje de Mateo 5:41: Qui angariaverit te mille passus, vade cum eo, & alia duo; et si quis abstulerit tibi tunicam, da illi & pallium ("Si alguien te obliga a caminar mil pasos, ve con él dos mil; y si alguien te quita la túnica, dale también el manto"). El sentido no es que debamos hacer esto siempre, sino que debemos estar dispuestos a hacerlo cuando sea necesario para la gloria de Dios. Asimismo, en 1 Pedro 2:18: Servi, subditi estote dominis non solum bonis et modestis, sed etiam discolis ("Siervos, sed sumisos a vuestros amos, no solo a los buenos y modestos, sino también a los duros").
Por último, se debe anotar que a muchos herejes les ha agradado aquella opinión que enseña que no hay autoridad en la Iglesia para promulgar leyes que obliguen a los fieles en conciencia. Así pensaban antiguamente los Valdenses, según lo atestigua Antonino en la parte 4, título 11, capítulo 7, §. 2 de la "Suma Teológica". Después, Marsilio de Padua enseñó lo mismo en el libro que tituló "Defensor pacis", contra quien escribe Pighius en el libro 5 de "Hierarchia Ecclesiastica". Posteriormente, Juan Wiclef enseñó lo mismo, como se puede ver en el artículo 38 condenado en la octava sesión del Concilio de Constanza, de donde concluía que las decretales pontificias eran apócrifas y que los hombres que se ocupaban en su estudio eran necios. Luego, Juan Hus enseñó lo mismo, como se puede ver en el artículo decimoquinto.
Lo mismo enseñó después Juan de Wessalia. Aún existe un librito sobre la condena de los artículos de este Juan, realizada en Maguncia en el año 1479, cuyo primer artículo era que los prelados de la Iglesia no podían promulgar una ley que obligara en conciencia, sino solo exhortar a que se cumplieran los mandamientos de Dios.
Finalmente, en nuestros tiempos, enseñan lo mismo los luteranos y todos los calvinistas. Primero LUTERO, en el libro sobre la cautividad babilónica, capítulo sobre el Bautismo:
"¿Con qué derecho," dice, "el Papa establece leyes sobre nosotros? ¿Quién le dio el poder de capturar nuestra libertad, que nos fue otorgada a través del Bautismo, cuando ni el Papa, ni el Obispo, ni ningún hombre tiene derecho a promulgar una sola sílaba de ley sobre un hombre cristiano, a menos que sea con su consentimiento?" Enseña cosas similares en el libro sobre la libertad cristiana, que refuta Jodoco Clicthoveo en el libro 1 de su "Antilutherus"; y en la defensa del artículo 27, que impugna Juan Fisher. Pero lo atacó con gran vehemencia en la explicación de la visión de Daniel. Y, para condenar también con hechos las leyes eclesiásticas, en el año 1520 quemó públicamente todo el cuerpo del derecho canónico, como escribe Juan Cochlaeus en su "Vida de Lutero".
Lo mismo enseña Felipe Melanchthon en la Confesión de Augsburgo, artículo 28, y en la Apología de la misma; y Calvino en el libro 4 de sus "Instituciones", capítulos 10, 11 y 12. Su opinión es prácticamente la misma, y puede resumirse en algunos puntos. Primero, enseñan que los obispos, y por lo tanto también el Papa, pueden establecer un orden determinado en la Iglesia para conservar una disciplina útil, como definir en qué día se debe ir a la iglesia, cómo y quiénes deben cantar los Salmos, o leer las Escrituras en la Iglesia, etc.; pero, aun así, esas constituciones no obligan en conciencia, excepto en lo que respecta al escándalo; de tal modo que es libre observarlas o no, siempre y cuando no haya escándalo para los demás. No obstante, ni el Papa ni los obispos pueden promulgar ninguna ley verdadera que no esté expresamente en la Escritura.
En segundo lugar, enseñan que no solo el Papa o los obispos no pueden promulgar una nueva ley, sino que tampoco pueden obligar a los cristianos a observar la ley de Dios, ordenando con autoridad que se cumpla, y proceder en forma de juicio contra los transgresores si no se hace; sino solo exhortar, advertir y reprender.
En tercer lugar, enseñan que ciertamente existe en la Iglesia el poder de excomulgar, es decir, de expulsar a los hombres incorregibles de su comunidad, pero no quieren que este poder esté en el Papa o en el obispo por sí mismos, sino solo en la Iglesia, es decir, en la comunidad de ministros, con el consentimiento del pueblo. Y no es de extrañar; pues no quieren que el Papa sea mayor que el obispo, ni que el obispo lo sea más que el presbítero en cuanto a autoridad. A los presbíteros, además, no les atribuyen más que la capacidad de predicar y administrar los sacramentos a aquellas personas a las que lo ordene el magistrado secular.
Pero en la Iglesia Católica siempre se ha creído que los obispos en sus diócesis y el Romano Pontífice en toda la Iglesia son verdaderos príncipes eclesiásticos, que pueden, con su autoridad, incluso sin el consentimiento del pueblo o el consejo de los presbíteros, promulgar leyes que obliguen en conciencia, juzgar en causas eclesiásticas como otros jueces, y finalmente castigar. Estas tres cosas deben ser probadas brevemente.